L’ARTICLE (O EL CONTE) DEL MES PER RAFAEL BELLIDO
La pandemia
El mal vino del Este lo que suponía una contradicción. Nuestras tierras habían estado siempre influidas por los vientos benignos de aquel lugar del mundo. Los surcos profundos de las ideas donde radica la semilla del conocimiento, los jardines orgánicos donde el cuerpo y alma se reconcilian, el prodigio de la escritura, el fuego domesticado de la pólvora y de los artificios, la ropa liviana de los rebaños de orugas, pero también el enigma del Gólgota o del Bhagavad Gita provenían de las regiones por donde el Sol ascendía cada mañana. Prueba de ello es que antes de que la consolidación del ultracapitalismo nos hiciera interiorizar la importancia de buscar nuestro norte, las personas deseaban orientarse, que no es más que hacer una genuflexión hacia el Este.
Aunque la enfermedad llegó con aviso previo, nadie intuyó que su presencia invisible fuera tan intensa. Las primeras órdenes de los gobiernos fueron que cada persona se separara al menos un metro de su semejante más próximo. Como la dolencia se extendía, los decretos de distancia fueron aumentado a medida que transcurrían las semanas; 2 metros, 3 metros, 4 metros, 5 metros…. A partir de los 10 metros, muchos humanos no podían ya mantener una diálogo porque no escuchaban las voces de sus familiares, amigos o vecinos. Las baterías de los ingenios se habían agotado. La tecnología languidecía.
Los gobiernos crearon una tropa de valientes alimentadores, que depositaban los víveres al lado de las ubicaciones donde reposaba cada ciudadano. Pero llegó el día en que éstos ya no aparecieron, probablemente porque eran sujetos pasivos de regulaciones posteriores que también estipulaban para ellos la obligación de alejamiento.
Pero cuando dejaron de venir, los humanos ya habían empezado a degustar el valor del suelo que se extendía bajo sus pies. Percibieron la frescura de la arcilla, el músculo recio de la pizarra, el cosquilleo placentero de la arenisca, y mostraban júbilo cuando detectaban alguna veta de agua.
En aquel momento, probablemente, se produjo la gran transustanciación, y la sangre de nuestra especie se tornó verde, y aprendió la alquimia de la fotosíntesis.
Sin besos, sin abrazos y sin conversaciones, abandonamos irreversiblemente nuestra condición humana, y nos adentramos en un estado de silencio y recogimiento. De nuestras extremidades inferiores brotaron raíces que buscaron la riqueza mineral del subsuelo. Nuestras extremidades superiores se estilizaron, y de las yemas de los dedos, nacieron tallos, y después hojas, que se apresuraban a invocar a la primavera.
La selva recuperó su virginidad perdida. La atmósfera se aclaraba con el paso de los años. El agua de los ríos se despojaba de los residuos. La temperatura se enfrío y se recondujeron las estaciones. Los animales que fueron presa de los seres humanos, pronto vieron que bajo la copa de aquellos vigorosos árboles espontáneos, se descansaba bien. Fue así como el lobo, el león o el tigre se guarecieron en una sombra bondadosa. Fue así como la jirafa comió de los tallos más tiernos, sin saber, que eran los brazos de su antiguo depredador.
Fue así como la extinción humana supuso el ingreso de una nueva especie vegetal, que como recuerdo de su origen, se nutría del humus de los bosques para así establecer una tregua permanente con la Tierra.
Rafael Bellido Cárdenas
Membre de Junta del CECBLL
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